Imagen tomada de Elespectador.com

Por: Claudia Julieta Duque
Periodista investigadora

Quisiera comenzar esta charla con una aclaración necesaria: no voy a hablar sobre el Jaime Garzón que recordamos y aún lloramos en Colombia: el Jaime Garzón genial, irreverente, lúcido y crítico, el Jaime Garzón vivo, cuyas mil facetas, personajes y frases punzantes están presentes en la memoria y la conciencia nacionales, muy a pesar de que sus asesinos lo silenciaron para siempre una madrugada de hace ya diez años.

No puedo hablar sobre él, porque con Jaime Garzón, el vivo, no tuve amistad alguna ni anécdota que compartir, más allá de una fiesta de Caracol en el año 95 que él transformó en otro espacio para el humor.

No conocí a Jaime Garzón, el vivo, y sin embargo diez años después de su muerte me arriesgo a decir que quizás a nadie como a mí la muerte de Jaime Garzón le ha afectado tanto y con tanta continuidad en el tiempo.

Porque aquello que denominamos el “caso Jaime Garzón” se ha convertido para mí en lo que Borges llamaría una página justificativa de mi destino, la cual, contrario a Borges, difícilmente me atrevería a leerle a un amigo, aunque mis amigos estén cansados de escucharme hablar y sufrir este tema.

Y es que una de las más aberrantes consecuencias del caso Garzón en mi vida ha sido el silenciamiento, que hoy quiero romper para hablar sobre el asesinato de la libertad de expresión en Colombia, cuyo punto máximo lo representó, precisamente, el magnicidio del periodista y humorista Jaime Garzón Forero el 13 de agosto de 1999.

Quiero agradecer el espacio que me brindan los estudiantes de la Universidad del Rosario para compartir mi análisis sobre la muerte de Jaime Garzón y lo que ésta representó para el periodismo.

Para ello debemos comenzar por aceptar que en Colombia nunca ha existido libertad de prensa, y el asesinato de cientos de colegas, así como el cierre de decenas de medios de comunicación, así lo demuestra.

Me refiero a libertad de prensa como el derecho a investigar e informar sin interferencias, presiones, censuras, obstrucciones, amenazas o ataques directos.

Sin embargo, sí ha habido períodos de nuestra historia en los que el país ha gozado de una relativa libertad de expresión, entendida ésta como la libertad de todo individuo a expresar sus opiniones y pensamientos y el derecho a no ser molestado por ello.

Uno de esos períodos lo representó la década en que Jaime Garzón estuvo presente en los medios masivos de comunicación: él surgió a finales de los años ochenta como un oasis de risas en medio de un país silenciado y acallado, con miles de víctimas y llantos.

Sus personajes jamás fueron banales. El común denominador de Néstor Elí, Inti De La Hoz, John Lenin, William Garra, el Quemando Central, Dioselina Tibaná, Heriberto De La Calle y tantos otros, es su mensaje cargado de contenido y crítica al poder, a los poderes, que con armas o sin ellas, pero gracias a ellas, han construido un proyecto de país excluyente y violento.

Durante diez años, Jaime Garzón logró audiencias inimaginables para sus denuncias a través del humor crítico, un género que fue asesinado con él.

Y esto del rating es importante no sólo como medición, sino por el impacto de los personajes de Garzón en el imaginario nacional.

Fue la primera y única vez en la historia del país que el mensaje crítico caló tan hondo, y por ello coincido con Antonio Morales, quien asegura que si Jaime Garzón no hubiera sido silenciado en agosto de 1999, tarde o temprano otras balas lo habrían matado.

Para el momento en que Garzón fue asesinado, en Colombia comenzaba a esbozarse el proyecto político paramilitar, que ya había logrado el control social en gran parte del país y ahora se perfilaba ambiciosamente hacia el poder nacional.

Indudablemente el mensaje de Jaime Garzón era una cortapisa para ese proyecto, que alcanzó la Presidencia en el año 2002.

En otros países se necesitaron dictaduras, pero en Colombia un voto popular cooptado, corrompido y coaccionado le abrió paso a la consolidación de un modelo autoritario, que hoy intenta autodenominarse como estado de opinión, cuya gran diferencia con los gobiernos anteriores no es la prevalencia de prácticas mafiosas en todos los estamentos del quehacer nacional, sino el hecho de que esas prácticas entran y salen por los sótanos de la Casa de Nari: corrupción, destrucción social o moral del oponente, caciquismos, clientelismos y una larga lista de etcéteras.

No dudo en calificar el asesinato de Jaime Garzón como un crimen de Estado, no sólo porque en él participaron militares activos de alto rango, sino porque alrededor de su muerte se configuró una estrategia para mantener el caso en la impunidad, en la que participaron miembros de organismos de seguridad del Estado, concretamente del Departamento Administrativo de Seguridad (DAS), de la Fiscalía General de la Nación, la Policía Nacional y otras entidades.

El 18 de agosto de 1999, cinco días después del crimen de Garzón, varios periodistas nos reunimos en la sede de la Fundación para la Libertad de Prensa (FLIP) para pensar qué hacer ante ese dolor que nos desgarraba y ante ese vacío imposible de llenar.

Algunos hablaron de imprimir camisetas con la imagen de Heriberto, el lustrabotas; otros de hacer botones con la imagen de Garzón y llevarlos puestos hasta que el caso se resolviera en la justicia.

Yo propuse constituirnos en parte civil afectada, así como la firma de un derecho de petición a través del cual solicitaríamos al entonces fiscal general, Alfonso Gómez Méndez, la investigación de todos los hechos que para ese momento se ventilaban en los medios y que vinculaban a generales de alto rango con el crimen.

Mis propuestas se debieron a que tanto ayer como hoy he sostenido que el único seguro de vida que puede comprarse la libertad de prensa en este país es el seguro de la justicia, del fin de la impunidad en los crímenes contra periodistas.

Nada sucedió, y un año después el panorama para el periodismo era tan sombrío que el informe de la FLIP tituló “la guerra impactó como nunca al periodismo”.

En el año 2000, conocí a Alfredo Garzón, caricaturista de El Espectador y hermano de Jaime, y le propuse la entrega de un poder para que el abogado Alirio Uribe, del Colectivo de Abogados José Alvear Restrepo, lo representara en el proceso.

De esa manera, yo buscaba tener acceso al expediente y empezar a investigar. Cuando llegamos al caso, la Fiscalía tenía a dos personas presas por el homicidio, víctimas de un montaje elaborado por el Departamento Administrativo de Seguridad (DAS).

Al año siguiente tuve que exiliarme por primera vez, tras haber sido víctima de un secuestro, un robo, múltiples amenazas y seguimientos en vehículos que resultaron pertenecer al DAS.

En el año 2003 compartí los resultados de mi investigación con Hollman Morris y lo apoyé activamente en la elaboración de un documental sobre el caso Garzón. Como resultado de este trabajo, las amenazas se reactivaron.

En marzo del 2004 un juez condenó a Carlos Castaño a 38 años de prisión como coautor del homicidio, absolvió a los sindicados de ser los autores materiales y ordenó la investigación contra diez funcionarios del DAS que participaron en el montaje.

Entre ellos sobresalía Emiro Rojas Granados, subdirector nacional de la administración de Jorge Noguera, quien a raíz de esa sentencia y mis denuncias nos denunció a Alirio Uribe y a mí por injuria y calumnia.

Alirio salió avante en cuestión de meses, pero en mi caso sólo tras cinco años fui precluida por la Fiscalía General de la Nación.

Otro funcionario, Alfonso Guarnizo Alfaro, fue ascendido y condecorado días después de la captura de alias Bochas y terminó pensionado por el DAS. Ninguno de ellos ha sido investigado aún, pese a que en diciembre de 2005 la sentencia del Juez Séptimo Penal Especializado fue confirmada.

A cambio, días después de la sentencia de marzo de 2004 el DAS creó el tenebroso Grupo de Inteligencia Estratégica 3, G-3, y a finales de ese año, fui obligada a un segundo exilio, gracias a las labores de inteligencia ofensiva que el G-3 ejerció contra mí y mi hija durante todos esos meses.

Durante ese período comenzó la reducción en las cifras de asesinatos de periodistas, en lo que el gobierno ha dado en calificar como un gran triunfo de la seguridad democrática y la FLIP como una “buena noticia”.

La disminución en las cifras de homicidios está fundamentada en dos elementos básicos: la puesta en marcha del Programa de Protección a Periodistas del Ministerio del Interior, y el hecho de que ahora sólo se incluyen en las estadísticas los asesinatos de colegas cuya ocurrencia obedece a “razones de oficio”.

Frente al primer factor, el Programa de Protección, es claro que su puesta en marcha ha incidido en una mayor protección física de los periodistas, pero no tanto así en un mayor ejercicio de la libertad de prensa en Colombia.

Basta con mirar los dos últimos informes de la FLIP sobre el tema, y la comprobación de que los esquemas de protección se han convertido en un mecanismo de control y espionaje que, a cambio de preservar nuestras vidas, socava nuestras más elementales libertades y derechos.

Frente al segundo, esto es, las razones de oficio, es claro que durante la última década varios de los ataques contra periodistas han sido disfrazados como asesinatos pasionales, atracos, delincuencia común, etc.

Un ejemplo de ello lo constituye el atentado que sufrió William Parra hace unos cuatro años: varias puñaladas, robo del vehículo, etc. Su caso no hace parte de las cifras sobre violaciones a la libertad de prensa del año 2005.

Desde la misma perspectiva, el caso de Jaime Garzón también podría ser entendido como un homicidio por razones diferentes a las del oficio, pues Garzón fue asesinado no sólo por su irreverencia y su trabajo crítico, sino por su labor de intermediación en secuestros, mediante la cual logró más liberaciones de secuestrados que cualquier Grupo Gaula o Únase del país, y por la cual el entonces gobernador de Cundinamarca, Andrés González le pagaba cinco millones de pesos mensuales.

Curiosamente, Andrés González hoy repite como gobernador y tiene como asesor de seguridad al ex general Jorge Enrique Mora Rangel, con quien Garzón sostuvo una aguda polémica por su labor humanitaria, la cual además fue la razón para que varios columnistas de prensa lo vincularan con el crimen del periodista.

Pero más allá de las cifras, resulta obvio que para medir la libertad de expresión en Colombia es necesario analizar la posibilidad que tienen de ser escuchadas y difundidas las opiniones minoritarias, porque no tiene ningún mérito su medición desde la divulgación de las mayorías mediáticas, políticas, económicas y sociales. ¿Dónde están quienes opinan distinto en Colombia? ¿Cuántos de ellos y ellas pueden dar a conocer sus pensamientos sin ser presionados, amenazados, amedrentados? Ustedes dirán que ahí están los ejemplos, a través de las columnas de Daniel Coronell, Felipe Zuleta, Antonio Caballero, Cecilia Orozco, Ramiro Bejarano, entre tantos otros.

No obstante, basta con leer los comentarios que acompañan a sus columnas en las páginas de internet y las reacciones y amenazas que éstas generan, para comprender el ambiente restrictivo en que se intenta ejercer la libertad de expresión hoy en el país.

Hace cinco años a uno lo llamaban por teléfono para decirle que se había metido con el que no era, y para anunciarle anónimamente una nueva sentencia de muerte. Cosas similares se las dicen a uno cuando da ponencias que no gustan a alguien del público, o entrevistados molestos con el trabajo periodístico.

Para poner un ejemplo de lo anterior, quisiera hablarles del colega Rodrigo Silva, de Caracol Radio, quien en mayo del 2008 hizo una pregunta un tanto irreverente durante una rueda de prensa entre el presidente Uribe y la canciller alemana Ángela Merkel.

El presidente tomó la palabra para decirle a Rodrigo que el deber del periodista es defender las instituciones y la seguridad democrática, en una velada amenaza que ni siquiera fue registrada como tal porque los periodistas nos hemos acostumbrado a ese tipo de mensajes. Un año después, Rodrigo sufre una grave situación de acoso y persecución que comenzó la misma noche en que Álvaro Uribe lo increpó por sus cuestionamientos.

Hoy, se nos imparten clases de periodismo desde el Palacio de Nariño, y los funcionarios públicos sientan cátedra sobre qué deben cubrir y dónde deben ubicarse los periodistas para poder ser considerados como tales. No hay sino que analizar el caso Hollman Morris para entender de qué estamos hablando.

Jaime Garzón fue asesinado cuando Álvaro Uribe apenas tenía un 0.07 por ciento de intención de voto en las encuestas y llevaba apenas tres meses de haber regresado al país después de sus estudios en Oxford.

Para entonces, sólo un puñado de personas, entre ellos el general Rito Alejo del Río, pensaba en él como futuro presidente de la República.

Él mismo ha dicho que gran parte de su éxito lo consistió la captación favorable de opinión pública. ¿Cómo es posible que en estos años el uribismo se haya consolidado como el gran formador de opinión en el país? ¿Qué pasó entonces?

Lo primero que pasó fue el homicidio de Jaime Garzón. No estoy diciendo aquí que Álvaro Uribe sea responsable de su asesinato, pero no me cabe duda alguna al afirmar que sí lo es el proyecto político que llevó a Uribe a la Casa de Nari.

Por ello, para encontrar a los verdaderos asesinos de Jaime Garzón, esto es, a los autores intelectuales y determinadores del crimen, hay que hurgar profundo y buscar en el proyecto uribista, porque si Jaime Garzón siguiera vivo Álvaro Uribe no sería hoy presidente de la República.

Muchas gracias.

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